MES DE DICIEMBRE
Cuento de Navidad
Emilia Pardo
Bazán
Érase un niño
enfermizo. Su madre, opulentísima señora, andaba loca con el afán de darle
salud, y el
médico, fijándose en la índole del padecimiento del niño, decía que,
principalmente,
dimanaba de una especie de atonía o insensibilidad, efecto de que su
sistema
nervioso se encontraba como amodorrado o dormido, y no comunicaba al
organismo las reacciones
vitales y al espíritu la fuerza necesaria. Es decir, que Fernandito,
que así le
llamaba vivía a medias, como vegetando, lo cual es sobrado para una planta,
pero
insuficiente
para un hombre.
Trataba la
madre de despertar por todos los medios la sensibilidad, la imaginación y la
vida
psíquica de su
hijo, sin lograrlo. Le paseaba, le adivinaba los gustos, le traía juguetes y
golosinas, y el
chico tomaba los juguetes un momento y luego los dejaba caer, con
indiferencia, a
los pies del sillón en que permanecía lánguidamente sentado meses y meses.
Las golosinas,
las probaba apenas; con alguna, sin embargo, se encaprichaba, y era un arma
de doble filo,
porque le alteraba el estómago, y como el ejercicio y el movimiento no
contrastaban
los efectos de la glotonería infantil, las indigestiones ponían su vida en
peligro.
El desfile de
doctores consultados trajo el desfile de sistemas: el pobre Fernandito fue
campo de
experimentación de los más diversos. Desde el agua fría con sus chorros
glaciales,
hasta la electricidad, con sus picaduritas de aguja, mordicantes y finas, todo
lo
hubo de sufrir
el cuerpo de Fernando, sometido, por el amor, a torturas que no inventa el
odio. Se le
paseó de balneario en balneario; se le arrastró de sanatorio en sanatorio, de
playa
en playa, de
altitud en altitud; se le sometió a rigores espartanos, y, como quiera que la
ciencia
afirmaba que a veces el dolor despierta y fortifica, se llegó al extremo de
azotarle
con unas
varitas delgadas, iguales a las que sirven para batir la crema, mientras la
madre,
que no quería
presenciar la crueldad, se refugiaba en un cuarto interior, tapándose con
algodón los
oídos...
Fuera no acabar
nunca referir cuanto se ensayó y practicó con el desgraciado atónico. El
catálogo
demostraría hasta qué punto la ciencia contemporánea posee recursos y es rica
en
ideas y
combinaciones. Todos los reinos de la naturaleza; todas las fuerzas mal
definidas y
estudiadas que
al través de ella circulan, concurrieron a la obra de la intentada curación. El
novísimo
radium, substancia maravillosa, también salió a relucir, y nada. Fernandito, no
cabe duda,
mejoraba físicamente; su cuerpo, adolescente ya, se fortalecía; pero continuaba
dando el mismo
lastimoso espectáculo de un pensamiento ausente, de una voluntad muerta,
de una
conciencia entumecida, de un espíritu yerto. Los músculos obedecían al conjunto
de
la sabiduría
humana; los nervios resistían. Y, para decirlo en estilo vulgar, Fernandito
seguía tan
tontaina como antes.
Pero el amor
-que era la madre- no se cansaba, no se daba por vencido. Cuando, por último,
los médicos,
fatigados, declararon que, por su parte, estando conseguido lo posible, lo
principal, lo
demás era, cuestión que había que confiar a la naturaleza misma, la cual se
reserva, en sus
santuarios, mucho que no ha entregado aún a la investigación humana,
aunque es de
suponer que un día no tendrá más remedio que entregarlo, la madre, oída la
sentencia,
irguiose encendida, arrebolada de inspiración... Y juntando las manos, mirando
al cielo,
imploró como si exigiese:
-Tú, Señor, que
me has permitido dar a mi hijo la carne, permite también que le dé el alma.
Desde el punto
mismo, dedicose la madre a un trabajo muy activo, muy reservado, que se
verificaba en
habitaciones completamente independientes de aquéllas en que ella y su hijo
vivían. Toda
clase de operarios entraban y salían sin cesar, y mujeres jóvenes, envueltas en
pieles baratas,
arrebujadas en largos abrigos de paño, se reunían allí al anochecer; de las
tiendas venían
géneros: una instalación complicadísima se realizaba, en una sala que solía
estar cerrada
siempre, y a las altas horas, el vecindario creía escuchar cantos, músicas, que
contrastaban
con el silencio habitual de una morada que las tristezas de la enfermedad de
Fernandito
habían asombrado y entenebrecido siempre. Ocurría esto en los últimos meses
del año, cuando
iba aproximándose la Navidad.
Y la tarde del
día 24, el niño, más amodorrado que nunca, se quejaba mansamente de frío, a
pesar de la
gran chimenea, en que ardía alta hoguera de leña seca, cuyas llamas regocijaban
y derramaban
suave calor. Su madre extendió por los hombros de la criatura un mullido
abrigo de
pieles, y sonriéndole, hablándole mimosa, le advirtió:
-¿No sabes? El
Niño Dios ha venido a verte.
Pero estas
palabras no despertaban en Fernandito idea alguna. No las entendía. Las repetía
lentamente,
como en sueños:
- Niño Dios,
Niño Dios...
- Y la Virgen
-insistía la madre-. Y los angelitos.
- Tengo frío
-insistía el muchacho, temblando ligeramente.
ligera que acababa de caer y que, suspensa del alero, iba a convertirse en agua y en lodo.
¡Su hijo no tendría alma jamás! ¡Cuánto se intentase, inútil! Y pensaba en lo que sería de
ella aquella noche, después de fracasada la tentativa suprema... Porque fracasada la creía, y
habría que renunciar a la lucha. Fundaría un convento de caritativas monjas, se retiraría a él
y allí viviría con su enfermo sin alma, lejos del mundo, que se ríe de los pobres niños
atontados...
A la hora de acostar a Fernandito, y resignada y desesperada a la vez, fue ella misma, como siempre, a desnudarle y a someterle las sábanas. Quedose luego en vela al lado de la cama. Al acercarse la medianoche, envolviendo rápidamente al niño en pieles tibias, descalzo y todo, lo arrebató como una presa, mientras le repetía al oído:
-¡Ven, que ha nacido Dios y te está llamando!
Cruzando un
largo pasillo, abierta una puerta grande, entraron en un salón inmenso, todo
obscuro, y al
pronto, una luz sola, intensísima, ardió en el espacio, y sus fulgores astrales
alumbraron un
paisaje sorprendente. Montañas, valles, oasis de palmeras, y, a lo lejos, las
torres de una
ciudad magnífica, las cúpulas de sus templos, las extremidades de sus
minaretes. No
era el Nacimiento de cartón, con figuras de barro: por los riachuelos corría
agua, los
árboles susurraban agitados por el viento, y verdadero césped, salpicado de
flores,
crecía en los
praditos y orillaba las sendas. De pronto, empezó a poblarse el desierto
panorama. En el
fondo de sombría gruta aparecieron una hermosísima mujer y un hombre
de plateada
barba, que llevaba en la mano una vara de azucenas. La mujer sostenía en sus
brazos un Niño,
que acostó en el establo. Al punto mismo, una música divina resonó. Eran
cadencias de
gozo, la risa fresca del villancico, que huele a tomillo de monte,
entremezclada
con un alboroto de gorjeos de pájaros, y los pastores empezaron a bajar de la
montaña,
cantando su tonadilla, llevando corderos, cestillos de frutas, tocando zampoñas,
empujándose
para llegar más presto. Con ellos, la estrella, majestuosa, caminaba.
Y, parados ante
la gruta, se postraron, estirando las jetas, con curiosidad simple y santa, con
las manos
alzadas, enclavijados los dedos callosos, y la madre de Fernandito, que no
apartaba la
vista de su hijo, creyó morir, de la impresión que recibía. El muchacho se
había
incorporado,
lentamente, y también en su mirada, como en la de los rústicos cabreros,
brillaba la
chispa de la curiosidad, llena de ingenua bobería, pero ¡tan humana!, ¡tan
humana!
Entre el
silencio repentino de la adoración, se alzó un canto celeste, sostenido por los
registros más
delicados del magnífico órgano eléctrico, oculto en la sala contigua. Eran
muchas voces,
afinadísimas, unidas en masa coral, elevando el himno, triunfal, glorioso:
«¡Aleluya,
aleluya! ¡Nos ha nacido un niño! ¡Aleluya!».
Cogió la madre
a su hijo, va con alma, y apretándolo contra un corazón que saltaba de
miedo y de
ilusión ardorosa, entró con él por los senderos del paisaje. Corría, como si en
tal
momento no se
pudiese perder minuto. Corría, porque Fernando, al oír el cántico, había
murmurado
bajito:
-¡Qué precioso,
mamá! ¡Qué precioso!
Y, ya al pie de
la gruta, haciendo apartarse a los pastores con una seña, la madre se
arrodilló, y
señalando al Niño dormido sobre la paja, murmuró anhelosa, en súplica
ardiente:
-¡Bésalo,
Fernando!
El muchacho
dudó un segundo, como si no entendiese. Al cabo, entre un temblor de vida,
con un llanto
salvador, con un grito, en que su espíritu nacía, exclamó:
-¡Qué bonito!
¡Qué bonito es el Nene!
Y aplicó los
labios a la faz de rosa que despierta, le sonreía...
MES DE NOVIEMBRE
Arte poética
Jorge Luis Borges
Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,
ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.
A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.
Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.
También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.
[Borges, Jorge Luis: Obra poética, Emecé Editores,
Buenos Aires, pp. 161-162.]
https://www.asale.org/sites/default/files/Arte_poetica_Jorge_Luis_Borges.pdf
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